O de cómo nos asumimos en
la incertidumbre
Ayer fue el primer día que me bañé. Aunque fue un baño
por partes – hay que decirlo -. La última ducha real que tomé fue la que me di
antes de ir al hospital.
Tuve un parto de emergencia, por preclamsia que
evolucionó a una crisis de hell. Recuerdo haber leído ambos términos en los
tantos artículos sobre parto que leí durante el periodo de gestación, pero era
lo último que aparecía en la lectura, lo nombraban como los casos
aislados; algo así como las
contraindicaciones de un medicamento cuya bula nunca leemos.
Entré sola al pabellón, debido a la crisis sanitaria
que vivimos: epidural, luces y ojos por todos lados. Una sábana que separaba a
los médicos de mí. Fue una operación corta, según yo: escuché un llanto y no
podía creer lo rápido que había sido todo! Me emocioné hasta las lágrimas; fue el llanto más hermoso y cristalino que
había escuchado. La matrona con mi hija en sus brazos, se detuvo unos segundos ante mí para que
pudiese verla. “Eres hermosa” -le dije.
Después de eso, se la llevaron de la sala.
Desperté en la UCI del Hospital Higueras de
Talcahuano, bastante adolorida y sin mucha claridad de lo acontecido. No sé cuánto
tiempo pasó hasta que me dijeron que mi pequeña estaba en la UCI de neonatología,
por ser prematura y tener un bajo peso, junto a una leve dificultad
respiratoria. Ambas estábamos en una situación compleja, y mucho más mi hija,
que enfrentaba el mundo completamente sola: desde la seguridad del útero a la
inhospitalidad de una sala UCI en los primeros momentos de la existencia: sola.
A pesar de eso, su situación era estable.
Por mi parte, la hipertensión no daba tregua, lo que tuvieron
que comenzar a tratar con medicamentos. Eso dio resultado, además de la sangre
que tuvieron que trasfundir. Ese episodio de la anemia y trasfusión no lo
recuerdo muy bien: solo recuerdo que un domingo, a la hora de cambio de turno,
comencé a sentirme mal. Primero comenzaron a salir coágulos por mi boca, los
que tenía que escupir en un papel desechable y al que no le dimos tanta
importancia. Luego me sentí realmente mal: mi presión subió de tal forma que
todos corrieron a verme. Comencé a desangrarme por la vagina; me vi en un
charco de sangre y coágulos mientras todos reaccionaban a hacer algo. Recuerdo que
una médico joven metió su puño por mi vagina para hacer una especie de succión
y que salieran los coágulos. Luego vino una enfermera un poco más temperamental
y con una rápida y efectiva presión en mi barriga hizo que salieran aún más.
Rápidamente me llevaron a pabellón por un legrado. Me
explicaron lo que sucedía, pero poco fue lo que entendí. Solo sabía que ante mí
estaba la posibilidad de vivir o de
morir. Fue lo único claro y real que tenía en ese momento. Obviamente no quería
morir! Tenía mucho por lo que quedarme en este plano del mundo: una hija de días,
un hombre que amo y me ama con la misma intensidad, una familia esperándome y
muchos planes por delante; sin embargo la posibilidad era tan real y latente
como su opuesto.
Después de salir de pabellón, y ya despertando de la
anestesia general, recuerdo imágenes de corazones pixelados, como las que
muestran en las caricaturas de los personajes que están drogados. Preguntaba por
Fabian, por mi hija; le decía al primero que lo amaba, y a la segunda que
resistiera. Me sentía drogada, como una tercera conciencia que hablaba por mi.
Al volver a la UCI, me trasfundieron sangre, porque
estaba en un cuadro crítico de anemia: no tenía fuerzas y mi aspecto era fantasmagórico.
No pude dormir todo ese dia que me trasfundieron sangre: sentía que tenía algo
vital dentro de mi, que no me permitía estar en un estado de reposo. Fue una sensación
muy extraña: era una energía inusual, algo que me revitalizaba interiormente de
forma metafísica.
Hice muchos esfuerzo por enviarle leche calostro a mi
pequeña que estaba también en la UCI, al menos para que tuviera un pequeño
sabor a mí, que supiera que su madre estaba recuperándose para poder atenderla
y abrazarla.
Días después me dieron el alta de la UCI. Entonces me
llevaron a la sala de maternidad, pero sin mi hija. A esas alturas, a pesar de estar más estable, no quería hablar
con nadie. Todo lo que había sucedido me era tan confuso e inexplicable que me
agotaba emocionalmente tener que contarlo, justamente porque ni yo lo tenía
claro. Me sentía tan desorientada, incierta, temerosa, angustiada,
imposibilitada de poder hacer algo al respecto. Todo lo que planeamos se había
tergiversado, todo lo que imaginamos se convirtió en su completo opuesto.
Ya en la sala de maternidad estaba un poco más
estable, pero bajo estricta observación: no podía caminar ni ir al baño sola,
tenía que esperar a una Tens o enfermera que me ayudase y mi presión no era la
mejor. Justamente la hipertensión fue la que me provocó una nueva crisis: taquicardia
y convulsiones me llevaron nuevamente a pabellón, previo análisis en un scanner
de dimensiones marcianas, para lo que tuve que firmar una autorización. La
hemorragia no cesaba porque un milimétrico error al cerrar la herida de la
cesárea: un vaso sanguíneo interno continuaba goteando. Intenté mantener la
calma, pero me era muy difícil controlar las emociones, mis miedos e
incertidumbre: no podía garantizar estabilidad ni para mi ni para los demás.
Al volver a maternidad, mostraba una leve estabilidad,
pero aún me mantenían bajo observación, sin saber qué dia podría ver a mi hija
e irme a cada. A ese entonces ya llevaba cinco días hospitalizada. Al séptimo día dieron el alta a
mi hija: al fin pude verla, olerla, tomarla en mis brazos, colocarla en mi
pecho. La primera noche durmió en mi pecho. Las demás mujeres que estaban
también en sala, me decían que se podía mal acostumbrar, que mejor no lo
hiciera. Poco me importaba lo que dijeran: la pequeña Millaray llevaba una
semana sola en este mundo ¿Cómo podría negarle mi regazo? Había mostrado un
temple extraordinario! Y nada necesitaba más en ese momento que los brazos de
su madre. Los sermones de madres veteranas los mandé al carajo.
Fue el día martes de la semana siguiente que al fin me
dieron el alta. Me fue a buscar mi amor junto con mis padres. Salí del hospital
con mi hija en brazos, una epicrisis de sesenta paginas aproximadamente, mi caminar
lento y el agradecimiento a todas las funcionarias y funcionarios que
literalmente me salvaron la vida en este proceso.
Al estar en el hospital, me di cuenta que todos son médicos
y medicas; desde la señora de la limpieza hasta el director del hospital: todos
tienen el mismo grado de relevancia. Solo la cercanía y empatía es la que
realmente hace la diferencia.
Y ahora que estoy en casa, nos cuidamos mutuamente
para poder estar bien. Por eso me tomé un tiempo para limpiar por partes mi
cuerpo físico y etéreo: observarlo detenidamente, ver las cicatrices, puntos,
marcas; todo por separado. Aun no me atrevo a asumirme completamente desnuda,
pues me hace sentir vulnerable, trémula, frágil. Tampoco consigo dormir con la
luz apagada, ya que me es una invitación a lo incierto, y de incertidumbres ya
he tenido bastante. Voy por partes, con pequeños y seguros pasos, no puedo
caerme, llevo a alguien en mi regazo; y si me tropiezo, tengo manos amadas que
me sustentan y una fe en que la Eterna Sabiduría me brindará la seguridad
necesaria para emprender esta nueva vida