domingo, 11 de octubre de 2020

CUERPO FISICO Y CUERPO ETÉREO




O de cómo nos asumimos en la incertidumbre

 

Ayer fue el primer día que me bañé. Aunque fue un baño por partes – hay que decirlo -. La última ducha real que tomé fue la que me di antes de ir al hospital.

Tuve un parto de emergencia, por preclamsia que evolucionó a una crisis de hell. Recuerdo haber leído ambos términos en los tantos artículos sobre parto que leí durante el periodo de gestación, pero era lo último que aparecía en la lectura, lo nombraban como los casos aislados;  algo así como las contraindicaciones de un medicamento cuya bula nunca leemos.

Entré sola al pabellón, debido a la crisis sanitaria que vivimos: epidural, luces y ojos por todos lados. Una sábana que separaba a los médicos de mí. Fue una operación corta, según yo: escuché un llanto y no podía creer lo rápido que había sido todo! Me emocioné hasta las lágrimas;  fue el llanto más hermoso y cristalino que había escuchado. La matrona con mi hija en sus brazos,  se detuvo unos segundos ante mí para que pudiese verla. “Eres hermosa”  -le dije. Después de eso, se la llevaron de la sala.

Desperté en la UCI del Hospital Higueras de Talcahuano, bastante adolorida y sin mucha claridad de lo acontecido. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me dijeron que mi pequeña estaba en la UCI de neonatología, por ser prematura y tener un bajo peso, junto a una leve dificultad respiratoria. Ambas estábamos en una situación compleja, y mucho más mi hija, que enfrentaba el mundo completamente sola: desde la seguridad del útero a la inhospitalidad de una sala UCI en los primeros momentos de la existencia: sola. A pesar de eso, su situación era estable.

Por mi parte, la hipertensión no daba tregua, lo que tuvieron que comenzar a tratar con medicamentos. Eso dio resultado, además de la sangre que tuvieron que trasfundir. Ese episodio de la anemia y trasfusión no lo recuerdo muy bien: solo recuerdo que un domingo, a la hora de cambio de turno, comencé a sentirme mal. Primero comenzaron a salir coágulos por mi boca, los que tenía que escupir en un papel desechable y al que no le dimos tanta importancia. Luego me sentí realmente mal: mi presión subió de tal forma que todos corrieron a verme. Comencé a desangrarme por la vagina; me vi en un charco de sangre y coágulos mientras todos reaccionaban a hacer algo. Recuerdo que una médico joven metió su puño por mi vagina para hacer una especie de succión y que salieran los coágulos. Luego vino una enfermera un poco más temperamental y con una rápida y efectiva presión en mi barriga hizo que salieran aún más.

Rápidamente me llevaron a pabellón por un legrado. Me explicaron lo que sucedía, pero poco fue lo que entendí. Solo sabía que ante mí estaba la posibilidad de vivir  o de morir. Fue lo único claro y real que tenía en ese momento. Obviamente no quería morir! Tenía mucho por lo que quedarme en este plano del mundo: una hija de días, un hombre que amo y me ama con la misma intensidad, una familia esperándome y muchos planes por delante; sin embargo la posibilidad era tan real y latente como su opuesto.

Después de salir de pabellón, y ya despertando de la anestesia general, recuerdo imágenes de corazones pixelados, como las que muestran en las caricaturas de los personajes que están drogados. Preguntaba por Fabian, por mi hija; le decía al primero que lo amaba, y a la segunda que resistiera. Me sentía drogada, como una tercera conciencia que hablaba por mi.


Al volver a la UCI, me trasfundieron sangre, porque estaba en un cuadro crítico de anemia: no tenía fuerzas y mi aspecto era fantasmagórico. No pude dormir todo ese dia que me trasfundieron sangre: sentía que tenía algo vital dentro de mi, que no me permitía estar en un estado de reposo. Fue una sensación muy extraña: era una energía inusual, algo que me revitalizaba interiormente de forma metafísica.

Hice muchos esfuerzo por enviarle leche calostro a mi pequeña que estaba también en la UCI, al menos para que tuviera un pequeño sabor a mí, que supiera que su madre estaba recuperándose para poder atenderla y abrazarla.

Días después me dieron el alta de la UCI. Entonces me llevaron a la sala de maternidad, pero sin mi hija. A esas alturas,  a pesar de estar más estable, no quería hablar con nadie. Todo lo que había sucedido me era tan confuso e inexplicable que me agotaba emocionalmente tener que contarlo, justamente porque ni yo lo tenía claro. Me sentía tan desorientada, incierta, temerosa, angustiada, imposibilitada de poder hacer algo al respecto. Todo lo que planeamos se había tergiversado, todo lo que imaginamos se convirtió en su completo opuesto.

Ya en la sala de maternidad estaba un poco más estable, pero bajo estricta observación: no podía caminar ni ir al baño sola, tenía que esperar a una Tens o enfermera que me ayudase y mi presión no era la mejor. Justamente la hipertensión fue la que me provocó una nueva crisis: taquicardia y convulsiones me llevaron nuevamente a pabellón, previo análisis en un scanner de dimensiones marcianas, para lo que tuve que firmar una autorización. La hemorragia no cesaba porque un milimétrico error al cerrar la herida de la cesárea: un vaso sanguíneo interno continuaba goteando. Intenté mantener la calma, pero me era muy difícil controlar las emociones, mis miedos e incertidumbre: no podía garantizar estabilidad ni para mi ni para los demás.

Al volver a maternidad, mostraba una leve estabilidad, pero aún me mantenían bajo observación, sin saber qué dia podría ver a mi hija e irme a cada. A ese entonces ya llevaba cinco días  hospitalizada. Al séptimo día dieron el alta a mi hija: al fin pude verla, olerla, tomarla en mis brazos, colocarla en mi pecho. La primera noche durmió en mi pecho. Las demás mujeres que estaban también en sala, me decían que se podía mal acostumbrar, que mejor no lo hiciera. Poco me importaba lo que dijeran: la pequeña Millaray llevaba una semana sola en este mundo ¿Cómo podría negarle mi regazo? Había mostrado un temple extraordinario! Y nada necesitaba más en ese momento que los brazos de su madre. Los sermones de madres veteranas los mandé al carajo.

Fue el día martes de la semana siguiente que al fin me dieron el alta. Me fue a buscar mi amor junto con mis padres. Salí del hospital con mi hija en brazos, una epicrisis de sesenta paginas aproximadamente, mi caminar lento y el agradecimiento a todas las funcionarias y funcionarios que literalmente me salvaron la vida en este proceso.

Al estar en el hospital, me di cuenta que todos son médicos y medicas; desde la señora de la limpieza hasta el director del hospital: todos tienen el mismo grado de relevancia. Solo la cercanía y empatía es la que realmente hace la diferencia.

Y ahora que estoy en casa, nos cuidamos mutuamente para poder estar bien. Por eso me tomé un tiempo para limpiar por partes mi cuerpo físico y etéreo: observarlo detenidamente, ver las cicatrices, puntos, marcas; todo por separado. Aun no me atrevo a asumirme completamente desnuda, pues me hace sentir vulnerable, trémula, frágil. Tampoco consigo dormir con la luz apagada, ya que me es una invitación a lo incierto, y de incertidumbres ya he tenido bastante. Voy por partes, con pequeños y seguros pasos, no puedo caerme, llevo a alguien en mi regazo; y si me tropiezo, tengo manos amadas que me sustentan y una fe en que la Eterna Sabiduría me brindará la seguridad necesaria para emprender esta nueva vida

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