De
un tiempo a esta parte mi cuerpo ha estado rechazando el consumo – entre otras
substancias (sí, con “bs”) – de la carne. No
es proselitismo vegano, sino el simple
ejercicio de la libertad y voluntad. Por esto, me aventuré al hummus,
germinados y comida leve.
Durante
tres días germiné arvejas. Algunas hicieron notar su pequeña raíz, con toda la
potencial promesa de vida, otras simplemente fueron inmunes al agua, luz y
vida.
Con
mis arvejas germinadas hice, con recetas de internet y de mi imaginación
culinaria, un hummus de arveja. Hice bastante, por este instinto incomprensible
de estar siempre abastecida, obedeciendo inconscientemente a mi conservador eneatipo de avaricia. Al ver la cantidad, pensé inmediatamente en compartirlo
con mis amigos, pero la rutina del día a día y la postergación hicieron
olvidar mi intención.
Hoy
sábado, después de cinco días de la creación culinaria, mi hummus no puede ser
consumido. Está amargo, oxidado: sin ninguna posibilidad de ser condimentado o
reutilizado.

Respiro
profundo y, al son de Pescado Rabioso, comprendo que las cosas naturales, las
que carecen de artificios deben ser vividas y experimentadas solo en el
presente. La vida tiene una corta fecha de validez, por eso es de suma
importancia aprovecharla mientras está en su esplendor, con su máxima expresión
de zoe y bios. No nos guardemos, en recipientes de artificios, nuestras
emociones, sentimientos, deseos. Por muy bien guardados que estén, si son
reales, naturales y verdaderos, deben ser experimentados en el presente, en su
tiempo mismo de creación y existencia vital. Vale para el amor, la alegría, la
paz, el hummus de arveja y la vida misma. Que nos valga aquí y ahora. Sempiternamente.
Ahora.
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