Tengo
una tristeza llevadera, soportable, cotidiana; casi amigable. Casi.
Se
hace notar al llegar a casa. Aparece cuando me tiendo en el sillón y me pongo a
leer. Si la lectura es buena, desaparece. Por eso siempre me aseguro de estar
rodeada de buenos libros.
Casi
nunca me deja dormir: es por eso que debo comenzar la ceremonia de Morfeo temprano. Mis amigos se asombran del por qué me voy siempre tan temprano en la semana
cuando nos juntamos a tomar un té: No es fácil que llegue el sueño. No es fácil
que ella se vaya. Por eso me aseguro de tener té de jazmín, nocticol, flores de
todo tipo, clonazepam, por si se queda hasta la madrugada.
Es
una pusilánime: altera mi paz, agita mi imaginación, me incita a pensar y
recordar cosas que no quiero. Me hace escuchar voces, recordar sonrisas,
desviar la mirada, ensimismarme: mandar todo al carajo y luego recoger los
pedazos que están en el suelo. Me humilla, me menoscaba, me observa sigilosamente,
esperando el momento para atacar. A veces se une con la rabia y toma forma de
mujer.
Es
incomunicable, innombrable, tácita, fantasmal, falsa; pues me engaña con su
sonrisa hipócrita, con su mirada vengativa, con sus disfraces que la hacen
invisible. Lo único que puede provocar su muerte es lo que actualmente fomenta
mi alegría. El veneno es también el antídoto ¿Cómo puede esto ser posible,
Aristóteles?
Lo trivial y desenraizado me produce levedad, me hace ser como me recuerdo. El raciocinio, la soledad y la reflexión me produce un peso existencial. He
meditado, alineado los chakras, orado. He pintado latas recicladas, he
frecuentado cursos de artesanía; he ido a la biblioteca y todo es temporalmente
paliativo.
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