Este día domingo de suave lluvia patagonica de octubre me
sabe a languidez. Aún estoy con pijamas, con mi gata acostada en mis piernas,
mirando la leña consumirse. Al lado derecho, en el librero, una botella de
leche cultivada vacía. La guardé porque quería hacer una decoración con ella,
su forma con curvas me gustó. Hace como un mes que la tengo ahí. En mi mente,
ya está hecha, con todos sus colores que ocultan su pasado lácteo, en mi mente
la veo perfecta, pero si abro los ojos a la realidad, continúa siendo el envase
de un producto.
Es que a veces las formas perfectas solo se encuentran en lo
potencial, en lo que podría ser y no será; y para no arruinar esa imagen
perfecta, es mejor no inmiscuirse en la realidad. Con los ojos cerrados y la
mente abierta, todo es mejor. Yo, que siempre he preferido la realidad tal como
es, me veo tentada por una botella de leche y su forma perfecta, potencialmente
perfecta, con todos los colores y formas que quiero.
Y como todo tiene que ver con todo, talves la láctea de
plástico solo sea un síntoma, una reseña, una señal de algo que pasa por ahí
entre el cerebro y el cardio, entre la visión con ojos abiertos y cerrados, en
ese vaivén de lo real e ideal, en el límite de lo que veo con mis ojos y con mi
mente.
Siempre sabemos lo que sucede, solo que admitir el diagnóstico
es crudo. Y como dice el tango de Rayuela: mi diagnóstico es sencillo: sé que
no tengo remedio.
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