Llevo una semana de vacaciones. Viajé
con tranquilidad, sin grandes expectativas ni emociones de volver a mi lugar
natalicio y a las calles que me vieron correr y pisar posas de agua camino a la
escuela. Escuela con número, dígase de paso, D-417 República del Ecuador.
Llegué al lugar que ahora se ha
convertido en mi norte. Es increíble cómo hasta la geografía es relativa: todo
depende de donde estemos y hacia donde vayamos. La tierra es circular. Pero ok,
dejemos las cosas relativas y subjetivas para los filósofos.
Llegué a respirar el aire salado
con nostalgia satisfecha, a mi ciudad sumergida en algas y peces; a todo lo que
un día amé y me estremeció hasta las lágrimas. Sin embargo, y como lo dice el
axioma, lo único constante es el cambio. Sí, mi emoción urbana ha cambiado; ya
no siento placer en la ciudad. Ella emerge de un suelo de cemento, sus árboles
son gigantes, de concreto, poseen ventanas y antenas en lugar de hojas y flores.
Su armonía, que antes me cautivaba, ahora me resulta amorfa: los semáforos me
restringen, el atardecer es ruidoso y opaco; el sol se refleja en el cemento
ceniciento; su luz no llega a lo verde ni hace nacer arcoíris flotantes.
Lo único que aún me cautiva es el
cementerio abismal con vista al mar y la playa. Talvez porque la muerte es
universal: no es de la cordillera o del mar, ni de lugares mediterráneos, no es
del norte o del sur: es lo más verdadero y venidero que existe. Podemos estar más
seguros de morir que de ir, eventualmente, al cielo o infierno. La belleza está
en lo eterno e infinito: en la muerte, en el amor, en el mar, en el Eterno, en
la amistad, en la combinación de notas que pueden formar una canción; en las
palabras que nunca se dijeron, en las miradas que todo lo expresaron, en el
cálido silencio.
Dostoievski decía que la belleza
salvará al mundo y es por eso que brindo y me refugio en ella, como tentativa
de amparo, como sustento y sosiego; sin hedonismo exacerbado, apenas con el
deseo de deleitarse y apreciar la simplicidad de las cosas.
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