Los hombres de la tierra saben de esto: de comenzar nuevos ciclos
en épocas inhóspitas, de comenzar y recibir cambios naturales cuando todo es
cenizas en el aire y escarcha en el suelo.
Y es que la renovación comienza ahí, cual ave fénix: cuando
no se puede plantar, cuando el día se acorta, como la vida; pero aun así el sol
sale nuevamente, y la luna lo sigue. Si bien
distantes y fríos, pero presentes, aproximándose lentamente. Es aquí donde la
lluvia limpia la tierra fértil y se prepara para las mejores cosechas. Y en
esta vida todo es una metáfora de todo: ¿qué tierra más fértil que nuestro
propio existir?, ya lo decía el buen Jesús: por nuestros frutos seremos
conocidos. Y es que la sabiduría divina trasciende geografías, religiones y
tiempos: somos todos buscando lo mismo, y tratando de encontrarnos – mediante el
Eterno – a nosotros mismos.
Que esta renovación ancestral, que esta dádiva de los dioses
la recibamos como un presente amoroso, como una renovación interna y completa:
todo lo que somos se transforma, como lo canta el buen Drexler, nada es más
simple, no hay otra forma, nada se pierde;
todo se transforma. Que esta metamorfosis nos traiga todos los amores: fileo, eros, agape, storge: o mejor aún:
todos en uno. Que la lluvia, con su fría belleza, nos limpie de todo lo que
debemos despojarnos. Que podamos apreciar en lo cotidiano las dádivas del
Eterno y encontrarnos con la naturaleza, con nosotros mismos y con el otro; del
cual sin querer nos aislamos. Así sea.
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