Generalmente me levanto tarde,
tengo solo 30 horas de trabajo. He hecho mi horario de tal forma que de lunes a
miércoles me levanto a las 07:40, a pesar de que entro a las 09:45. Me tomo el
tiempo necesario para tomar un desayuno tranquilo e intentar prender fuego con
las brasas que quedaron de la noche anterior: aquí es imposible vivir sin la
estufa prendida.
Llego al colegio y firmo mi
horario.
Cuando está cerrada la oficina, lo firmo después: ya no tengo la ñoñez de esperar que se desocupen para firmar. Me dirijo a la sala de profesores y me siento en el mismo lugar, o relativamente cerca: soy un animal de costumbre, no me culpen.
Cuando está cerrada la oficina, lo firmo después: ya no tengo la ñoñez de esperar que se desocupen para firmar. Me dirijo a la sala de profesores y me siento en el mismo lugar, o relativamente cerca: soy un animal de costumbre, no me culpen.
Abro mi Facebook, veo mi horario,
reviso mi mail y me voy a las clases. En el pasillo los pequeños me saludan con
alegría y me dan un high five, como
si estuviéramos en una cancha de deporte. Me gusta eso. Entro a clases e
intento omitir el saludo militar del “buenos días niños/buenos días profesora”;
apenas doy un fuerte “hola chicos, ¿cómo están?”, para entrar en ambiente.
Depende el curso que sea, tengo
que gritar un poco: los chicos solo responden a ese estimulo; sobre todo los de
básica. A pesar de eso, la mayoría escucha y hace sus actividades.
Con los de media es otra onda:
conversamos, reímos; y a veces me siento entre amigos; pero el “a veces” no es
una constante, los sentimientos son efímeros y subjetivas las interpretaciones
de un hecho que puede, en ocasiones, estar lejos de la realidad.
Toca el timbre que no escuchamos:
tomo mi bolso, me lo cruzo y me voy a la sala de profesores. Procedo al mismo
ritual: voy al tercer puesto, cerca de la estufa, frente a la pizarra. Prendo
mi computador, hago mis planificaciones, río un poco con los comentarios de los
colegas, opino y río depende el tema. Mientras eso; aguardo mi horario de salida.
Digo chao a todos y ninguno. Tomo
mi bolso, firmo mi salida y me voy. Camino en dirección a la montaña nevada –
que, cual Roma, todos los caminos llevan a ellas - llego a mi casa en
1 minuto. Dejo mi bolso y voy a comprar. La compra de la once se ha convertido
en el paseo de la tarde; en la ruta por la ciudad. Me gusta disfrutar la ciudad
en el ocaso; donde todo se mezcla con todo; donde la luz, si bien presente, no
es suficiente, donde las cosas se nublan y el aire se hace más helado. Podría
comprar más cerca, pero rechazo categóricamente el monopolio comercial
existente aquí: es por eso que me dirijo a un negocio que queda a cuadras de mi casa; prefiero apoyar a aquel
que está surgiendo y es humilde que al arrogante grande.
Camino y cruzo solo en las
esquinas: soy una maldita sistemática que siempre anda por el mismo camino:
nunca encontraré algo nuevo, o tal vez – de tanto andar – nos crucemos un día:
nunca lo sabremos. O tal vez ya nos cruzamos, sea literal o metafóricamente.
Atravieso la plaza en diagonal,
entre las montañas; y con dificultad percibo mis pasos: las luces públicas se
han averiado. Camino a oscuras por el centro de la ciudad, respiro lentamente
el aire que me ofrece. Llego a la pileta de piedra. Está vacía, ya no podré
pedir deseos; aunque poco me interesa, nunca los he pedido y ando con pocas
monedas.
Llego a la esquina, la cruzo y
luego entro al negocio. Me gusta porque tiene varias cosas, pero sobre todo
porque quien lo atiende me parece alguien piola, que no hace preguntas fuera de
lo que le podría interesar: “¿algo más dama”? "muchas gracias, chao chao”. Eso,
en este lugar, se aprecia mucho.
Compro, entre otras cosas, una
cerveza o vino tinto, depende del clima, cansancio y estado anímico. Me vuelvo
a casa por el mismo lugar que vine, bordeando la pileta y atravesando en diagonal.
Llego a casa y hago el ritual. Soy un animal de costumbre.
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