Y de pronto vino la tristeza.
Yo estaba bien, sinceramente. Ayer por la noche había estado con amigos
en casa, hoy desperté tarde, y como es
mi día de descanso, dejé el reloj de lado, rutina que me fascina.
Tomé a mis Hermanos Karamazovi y me vine al balcón. Pasó una dulce hora
en la que estuve en Rusia. Como ya era más de las 13:00 (lo supe por mi reloj biológico),
me fui a calentar el almuerzo. Almuerzo que hago para varios días. Cuando uno
es soltero es asi.
Me dispuse a preparar todo en forma normal, pero mientras lo hacia, la
canción de los Beach Boys no salía tan dulce y alegre de mi boca. De pronto
cambié para un simple tarareo, y después me quedé muda. Un dolor punzante en el
lado izquierdo del pecho comenzó a hacerse
sentir. Mi garganta estaba ahogada, en ella estaban todas las lagrimas que no
derramé la semana pasada (y debo mencionar que fueron muchas).
Por un momento no disfruté la soledad. Me sentí solitaria, esa es la
palabra. Recordé todo lo que tengo, y cuan distante me encuentro de ellos. Analizo
siempre lo que me ata a este país de entre trópicos, pero nunca he llegado a
tener una razón sustentable que me convenza a mi a los otros.
El arroz que como comienza a mezclarse con millones de dudas, y de pronto
me veo en frente de un menú de incertidumbres, a un jugo de melancolías y a una
ensalada ausente. Que comida horrible!, que realismo acido, patente, palpable,
helado, quieto; observándolo todo, sabiéndolo todo.
Que domingo atípico!, que corazón pesado!. Por la avenida, van y vienen en
bicicleta, las copas de los árboles están moviéndose en mi horizonte. Creo que
me vendría bien un Buñuel o un Allen, para volver a la dulce normalidad; un
postre que endulce mi paladar.
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