Nunca había participado de un
paro laboral. En marchas ya había andado, pero nunca desde la vereda del
trabajador. Al principio tenía recelo, por estar en un lugar tan distante y
poco significativo – si de cifras hablamos – para la realidad nacional. Sin
embargo, y tras meditarlo mucho, reafirme mi convicción de que existen cosas simbólicamente
significativas. Cuestiones de conciencia.
Siendo así, me adherí lisa y
llanamente a esta marcha. Una marcha patagónica, docente, fría por la geografía
más que por la convicción. Los colegas, entusiasmados y pro activos, enseñando
con metodologías diferentes: la didáctica nos llevó a la calle a enseñar
inconformismo, la lección del día era la demanda de que las cosas deben
funcionar bien, que las injusticias
deben ser corregidas. La prueba consistía en saber que, como sociedad, lo que
afecta a uno afecta a todos, o por lo menos debería. Profesores en paro, alumnos
sin clases, padres con sus hijos a tiempo completo y la cadena continúa.. El aprendizaje esperado es que
el individuo debe aprender a expresar su opinión y disconformidad como ser
social, a ser partícipe de la creación de los asuntos que le competen, a
arriesgar la estabilidad en pro de las convicciones.
El indicador de evaluación es
claro: reconocer que no existe la representatividad política. Que el gobierno y
los estamentos de poder en general, nunca querrán oír la voz de la sociedad
organizada; porque no quieren, porque no les conviene o simplemente porque es
mucho trabajo para poca recompensa.
Quizás la lección no fue
totalmente aprendida y eso resta alegría. Sin embargo, la felicidad es lo que
sucede en el camino, en la marcha. La felicidad son esos destellos de luz que
te guían mientras se anda por las veredas grises y otoñales. La alegría externa,
esa que viene del convivir con el otro, la que sale de un gesto o una sonrisa,
la que nace del simple e incipiente dialogo: “¿En serio? ¿A ti también?”. C.S
Lewis dice que la amistad surge cuando dos personas – desde un mismo punto –
ven la misma verdad; y ser repite el dialogo sorpresivo: “¿A ti también te pasa
lo mismo?. Si, a mí también.”
Y si de caminos se trata, la
vida, con sus movimientos brownianos nos lleva por rutas de alegrías y
tristezas. Como docentes, hemos pasado
por ambas: la alegría de poder enseñar empíricamente desde la calle la
importancia de hacerse escuchar. La tristeza de saber que quizás pocos
aprendieron la lección. En este instante de la ruta he tenido mi propia
lección: he compartido más con los colegas, he reafirmado los lazos afectivos con mis amigos y he creado otros que
sorpresiva e inesperadamente me han
alegrado. He madurado mi convicción
social: ya no es la utópica de los 17, sin embargo he aprendido a que se puede
luchar dentro del sistema, ya que estoy en él, no puedo conformarme a su
pasividad y mal diseño. Me he desprendido de mi misma y de los otros, el
adjetivo posesivo “mi” ya no hace parte del vocabulario que uso, o por lo menos no tiene
el peso que tenía otrora.
Siempre hay una lección que
aprender, aunque los quebra huelga sean las personas que, paradójicamente, escogimos
para que nos representen. Siempre hay algo por lo que sonreír, brindar; siempre
hay alguien a quien estimar. El vaso siempre estará medio lleno. La vida es más
simple que todo esto. O más compleja. Nunca lo sabremos.
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